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miércoles, 12 de septiembre de 2012


¿Un mormón en la Casa Blanca?

 En las próximas elecciones a la Presidencia de los Estados Unidos Obama tendrá como contrincante a un candidato mormón, Mitt Romney. Históricamente, el sillón presidencial siempre ha sido virtual monopolio de políticos blancos pertenecientes a las corrientes protestantes mayoritarias, principio conculcado por vez primera con la elección de John Fitzgerald Kennedy, un católico, y nuevamente infringido en 2008 con la elección de un afroamericano, Barack Obama. ¿Habrá llegado ahora el momento de una tercera excepción, la de un presidente mormón?
En todo el país, y fuera de sus fronteras también, arrecia el debate sobre cómo es posible que seguidores de una secta religiosa tan alejada del pensamiento dominante hayan llegado hoy a los vértices de la política americana. (Otro aspirante a candidato republicano, Jon Huntsman, era de religión mormona, mientras que el actual presidente del Senado es Harry Reed, mormón de Nevada).
Es indudable que todas las religiones poseen sus propias dosis de narrativa y de dogmas aceptables únicamente sobre la base de la fe, y no de la racionalidad, de la historia, de la ciencia. A tal propósito, sin embargo, los mormones resultan tan extremistas como originales. El fundador —en el Estado de Nueva York— de la nueva religión (oficialmente denominada “Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días”), Joseph Smith Jr., era un personaje de humildes orígenes y escasa formación, si bien con una honda familiaridad con la Biblia, y cuya historia de iniciativas comerciales fracasadas hasta entonces revelaba que su ambición superaba evidentemente su capacidad. Un día de 1823 se produjo la revelación: se le apareció un ángel, Moroni, que lo acompaña a una colina donde, al excavar, encuentra unas planchas de oro en las que está grabado, con jeroglíficos aparentemente indescifrables, el texto de un antiguo profeta, Mormón. Smith consigue ir traduciéndolo gradualmente gracias a los conocimientos que le proporciona el ángel Moroni. En él se narra cómo una de las tribus de Israel llegó seis siglos antes de Cristo hasta territorios americanos y acabó extinguiéndose, y se enumera una serie de conceptos teológicos y de preceptos tanto de orden moral como social.
En el clima de “fervor religioso” que caracterizaba en aquellos años a Estados Unidos, la nueva fe cosechó al mismo tiempo numerosas adhesiones y una feroz hostilidad por parte de otras corrientes protestantes, que pusieron en duda de inmediato —como por lo demás sigue ocurriendo en nuestros días— su propia naturaleza cristiana. Ante las trabas de las autoridades y de  la población local, sometidos a menudo a amenazas físicas, los mormones se vieron obligados a emprender una “marcha hacia el Oeste” hasta llegar al actual Estado de Utah donde —bajo la guía de Brigham Young, sucesor de Joseph Smith— hallaron, en 1848, la meta y el final de sus peregrinaciones. Entre tanto, no hay que olvidarlo, Joseph Smith había sido linchado en 1844, a los 38 años de edad, en Illinois, después de que —detalle que hasta ahora no pasaba de la mera curiosidad, pero que hoy resulta significativo— hubiera decidido presentar su candidatura a la Presidencia de los Estados Unidos.
Y es que esta secta religiosa tan aparentemente desviacionista y extravagante, en realidad —si dejamos a un lado al ángel Moroni, las planchas de oro, la aparición de Jesús en territorio americano tras su crucifixión, y su esperado retorno a una localidad de Misuri (que además se supone que es también la sede originaria del Paraíso Terrenal) así como una de sus “rarezas” más marcadas como la poligamia (oficialmente abandonada desde 1890, pero aún vigente entre algunos millares de individuos, sobre todo en las zonas rurales de Utah)— se halla sólidamente enraizada en la ideología americana, de la que representa, es más, una versión radical. En efecto, estos sectarios disidentes y en otros tiempos perseguidos han construido una historia de éxito típicamente americana. Una historia hecha de espíritu emprendedor, trabajo duro e individualismo, pero, ante todo, de cohesión y sentido comunitario, y todo ello con un constante desapego, cuando no recelo, en relación con el Estado. Los mormones tienen fama de hombres de negocios serios y diligentes, pero también de jefes duros, sobre todo con los numerosos inmigrantes hispanos (Utah, desde luego, no es tierra de promisión para los sindicatos).
Uno de los aspectos que más caracterizan a la religión mormona es su impresionante esfuerzo misionero, su afán de proselitismo. Existen en el mundo unos 50.000 misioneros mormones, lo que supone más o menos el mismo número de misioneros que todas las demás corrientes protestantes juntas. Todos los mormones están obligados en su juventud a dedicar dos años de sus vidas a esta clase de actividad. Desde Perú hasta India, de Dinamarca a Japón, es ya habitual tropezarse con estos jóvenes mormones vestidos con sus impecables camisas blancas y sus corbatas —prácticamente, un uniforme— llamando a las puertas de las casas para repartir publicaciones religiosas e intentar convencer a sus interlocutores, con gran cortesía y apacible ingenuidad, de la necesidad de hallar el camino de la auténtica salvación uniéndose a su fe. Y éxito, desde luego, no les falta: se calcula que cada año se convierten a la religión mormona 350.000 personas aproximadamente en todo el mundo. Estos jóvenes misioneros difunden un mensaje religioso, pero al mismo tiempo son también portadores, y propagandistas, de valores típicamente americanos.
Qué duda cabe, los mormones son “gente extraña”. Lo eran sin duda ya en el siglo XIX: el Moisés que les condujo a la Tierra Prometida de Utah, Brigham Young, tuvo 57 hijos nacidos de unas 50 mujeres: singular y casi exacta coincidencia con los 53 hijos del padre de Bin Laden. Y lo son, por más que de forma menos clamorosa, hoy también. Pensemos que no solo no beben alcohol ni fuman, sino que se abstienen incluso del café y del té (considerados excitantes que hay que evitar) y hasta de la Coca-Cola, dado que contiene cafeína. Estadounidenses que no beben Coca-Cola: sería difícil concebir algo más extraño…
Con todo, si uno se fija bien, son en realidad unos “supernorteamericanos”. Y no solo por su espíritu de iniciativa, por su participación activa y sin reservas en las actividades de su propia religión y de su propia comunidad, sino por una ideología de fundamentalismo capitalista —ellos también, como los protestantes más radicales, creen que el éxito en los negocios es señal de que Dios te ama— que les lleva de forma natural a alinearse preferentemente con el Partido Republicano.
No es casualidad que entre los más fieles pretorianos de Ronald Reagan en la Casa Blanca hubiera numerosos mormones. Y es que casi puede decirse que los mormones eran reaganianos  antes que Reagan: la misma ideología de la confianza en sí mismo, el mito del pionero valeroso e independiente, la misma combinación, difícil de comprender para nosotros los europeos, de fe en la Nación (por la que puede y debe lucharse) y rechazo del Estado (sobre todo en lo que atañe a los impuestos, percibidos como una suerte de robo, que cuanto menos ha de reducirse a sus mínimos términos). A la luz del marcado giro a la derecha de la política norteamericana, no resulta tan extraño, por lo tanto, que el candidato republicano a la Presidencia sea un mormón, por más que ello no deje de provocar una fuerte desazón, por no decir marcados recelos, en las corrientes cristianas más fundamentalistas, que siguen pensando que la Iglesia de los Santos de los Últimos Días es una secta espuria y pseudocristiana.
Mitt Romney siempre se ha presentado al mismo tiempo como ortodoxo desde un punto de vista religioso y como políticamente moderado, hasta el punto de haber sido elegido como Gobernador de un Estado esencialmente progresista como Massachusetts, donde, como no dejan de reprocharle sus propios compañeros de partido, promovió una reforma sanitaria que se parece excesivamente a la de Obama. El problema de Romney, al principio para obtener la nominación y después para agrupar todo el potencial del voto republicano, no es por lo tanto el de tener que demostrar que, pese a ser mormón, es un americano corriente, sino más bien el de convencer de su genuina identificación con posiciones conservadoras. Entre otras cosas, para responder a esa sospecha de moderantismo es por lo que Romney ha escogido como candidato a la Vicepresidencia a Paul Ryan, con impecables credenciales de ultraderecha tanto en el ámbito económico como, en su condición de católico conservador, en el de los “valores”, que abarcan desde su oposición al aborto hasta su hostilidad hacia los gais.
En conclusión, como ha escrito el columnista James Carroll en las páginas del Boston Globe: “Rituales secretos, estructura autoritaria, textos sagrados que se nos antojan excéntricos cuanto menos, curiosas doctrinas acerca de los difuntos, un pasado tan discutible como para abarcar la poligamia y una fe tan segura que roza la intolerancia, todo ello coexiste en paralelo con un impresionante aumento de adhesiones, unos valores positivos que llevan a un innegable éxito tanto en los negocios como en la vida familiar y una poderosa irrupción de los mormones en la escena política norteamericana”.
¿Un mormón en la Casa Blanca? Sería perfectamente posible.

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