Hace ahora justo 50 años, el 21 de julio de 1962, el dictador
Francisco Franco le confió a su primo y secretario militar, el teniente general Francisco Franco Salgado-Araujo, que si España lograba ser admitida en la entonces Comunidad Económica Europea (actual Unión Europea), las minas españolas del carbón tendrían que sufrir un severo revés.
Medio siglo después, los mineros españoles de la hulla y la antracita están protagonizando, como ocurría en las explotaciones carboneras asturianas en aquellos días de 1962,
una enconada conflictividad, contundentes enfrentamientos policiales,
encierros en minas de Asturias y León, una marcha de protesta en Aragón, acampadas como la de Oviedo y una elevada crispación que amenaza con abocar a una espiral creciente de tensión. Entonces, en 1962, los mineros lograron doblegar a Franco, aunque luego las represalias fueron muy duras. Para el lunes 18 han sido convocadas huelgas generales en las comarcas carboneras de Asturias, Castilla y León, Aragón y Castilla-La Mancha.
Pero la lucha que protagoniza estos días el sector, fundamentalmente en las cuencas de Asturias, León, Palencia, Teruel y Puertollano (Ciudad Real), no obedece a un pulso político ni a una reivindicación de mejoras laborales, como sí ocurrió en las huelgas de hace media centuria. Ahora lo que se está librando es la última —o, a lo más, penúltima— batalla por la pervivencia de un sector del que en territorios como Asturias existen referencias, como explotación industrial y no solo como mero laboreo artesanal, desde 1801.
España importa más carbón del que produce porque es más barato
La
Unión Europea, que hace dos años había decidido prohibir la continuidad de las ayudas públicas a las minas de carbón más allá de fines de 2014, accedió poco después a prorrogar hasta el 31 de diciembre de 2018, la vida de las explotaciones que precisan auxilios estatales para sobrevivir, lo que en el caso de España afecta a la práctica generalidad de los yacimientos carboneros.
El sector español se sabía, pues, amenazado por una muerte segura, pero aún contaba con seis años de margen, lo que permitía abrigar esperanzas de futuras prórrogas. Al fin y al cabo, el carbón español lleva sobreviviendo 90 años bajo la amenaza perpetua de una liquidación siempre postergada, y que ya se temió en los durísimos años 20 y de nuevo en los primeros años 30, por los efectos recesivos de la Gran Depresión.
Pero, coincidiendo con la exigencia de ajuste fiscal impuesto por Bruselas a España para reconducir la desviación del déficit público nacional, el Gobierno del PP ha introducido en los Presupuestos Generales del Estado para 2012 un recorte de las ayudas directas a la explotación de 190 millones, lo que entraña una disminución súbita y contundente del 63% a las subvenciones, sin las cuales la generalidad de las empresas carboneras no podrán sostenerse, afirman empresarios, sindicatos y dirigentes de los municipios carboneros, cuya renta y empleo siguen siendo muy dependientes de las minas.
Los afectados afirman que si no se atempera este ajuste (que supone reducir las ayudas a la explotación de 301 a 111 millones de euros), el carbón nacional está condenado al colapso inmediato, por lo que España habrá anticipado en seis años el cierre que pide la UE para las minas que no sean competitivas por sí mismas.
Estas ayudas no son las únicas que recibe el sector. Están además los planes de reactivación de las comarcas mineras, las ayudas a las térmicas que consumen carbón nacional, los costes de las prejubilaciones acometidas en las últimas décadas para reducir de forma no traumática el tamaño del sector y sus pérdidas… Pero las subvenciones públicas a la explotación son determinantes y concluyentes: de su continuidad depende el sostenimiento del sector frente a un carbón extranjero mucho más barato y competitivo.
Durante décadas, el PP practicó la demagogia de acusar a los socialistas de liderar políticas liquidacionistas del sector. En 1985, poco después de la llegada del PSOE por vez primera al Gobierno, las minas de carbón españolas aún daban ocupación a 52.910 trabajadores. Desde entonces, los sucesivos planes de ajuste y reconversión —sin despidos traumáticos, con generosísimas prejubilaciones y con cuantiosas medidas de acompañamiento y compensación social y territorial— redujeron el empleo carbonero en el país a menos de los 7.900 obreros en la actualidad en 47 explotaciones. Y la producción cayó de menos de 20 millones de toneladas a 8,5 millones.
De esta política también participó el PP, que, pese a alardear entonces y después de haber sido el “salvador” del carbón, redujo la producción y el empleo entre 1996 y 2004 muy por encima de lo pactado con los sindicatos. Los populares dijeron una cosa y practicaron la contraria, y ahora mismo el Gobierno asegura que no pretende cerrar las minas, pero el sector replica que un ajuste abrupto del 63% de las subvenciones supone su muerte inmediata.
El PP se ve entre la espada y la pared. Porque ha jugado durante demasiado tiempo a regalarles el oído a los mineros y ahora no quiere o no puede escucharlos. Y porque, con la amenaza permanente de la prima de riesgo sobre la deuda soberana y el marcaje severo de los mercados y de la Unión Europea, dar muestras de flaqueza frente al colectivo minero socavaría la autoridad gubernamental y su credibilidad internacional en la lucha contra el déficit y daría aliento a las protestas de otros muchos sectores y colectivos también golpeados por los recortes económicos y sociales.
Este contexto también debilita la posición de los mineros. Aunque su trabajo sigue siendo duro y peligroso, sus condiciones salariales, laborales y sobre todo la ventaja de sus prejubilaciones son mucho más favorables que las de antaño y tienen por ello menos capacidad de alimentar el discurso del agravio y suscitar la comprensión fuera de sus demarcaciones territoriales. Y más cuando los mismos ciudadanos que sufragan los salarios de los mineros con sus impuestos bien de forma parcial o incluso total son al tiempo los más perjudicados por la contundente conflictividad que estalló el 23 de mayo y en la que los mineros se enfrentan a la policía poniendo en práctica las avezadas técnicas de la guerrilla urbana y el uso de “armamento” casero, consistente en lanzacohetes y escudos artesanales y el empleo como munición de piedras, tornillería y material pirotécnico.
Las barricadas en carreteras y vías férreas (se han llegado a contabilizar
hasta 60 cortes en vías públicas en un día solo en Asturias) y el bloqueo de los accesos a localidades y el reiterado colapso en conexiones vitales como la autopista del Huerna, que une Asturias con la Meseta, han generado un gravísimo perjuicio económico, laboral y personal para el resto de la población, convertida en “rehén” por los mineros en su enfrentamiento con el Gobierno. Y también riesgos para la seguridad de las personas.
El pasajero de un cercanías sufrió el jueves traumatismo craneal tras colisionar el tren en que viajaba con una barricada de troncos cruzados en la vía en Serín (Gijón).
Los sindicatos alertaron esta semana del elevado riesgo de que se genere una atmósfera explosiva y actuaciones sin control si no se halla una salida al conflicto. La mítica memoria histórica de los mineros —aún muy viva en el colectivo— de la condición de “vanguardia” del movimiento obrero desde fines del XIX y su probada capacidad de organización y de resistencia, son factores que contribuyen al temor de que haya una mayor escalada de tensión.
Las minas españolas del carbón tienen un problema estructural: son deficitarias en su inmensa mayoría sin el auxilio estatal. Por razones geológicas, el carbón nacional no fue jamás competitivo y ya desde el XIX fue por ello un sector abanderado del secular proteccionismo español. La polémica sobre el carbón nacional y las consecuencias para el desarrollo mercantil español tienen un siglo de existencia. Ya a fines del XIX y primer tercio del XX, y por razones de capacidad energética, presencia de cenizas y volátiles, fragmentación del mineral y otras deficiencias, junto con la dificultad de las explotaciones, sus accesos muchas veces difíciles, la escasa potencia (ancho) de las capas, su irregularidad y las fracturas de las vetas, el carbón español resultaba mucho más caro que el británico pero no solo en origen sino también en destino y una vez desembarcado este en cualquiera de los puertos españoles.
La controversia económica y académica sobre la conveniencia o no de garantizar la continuidad del mineral español (más caro que el internacional) se agudizó sobre todo a partir de 1935, cuando el economista Román Perpiñá Grau planteó con crudeza en un famoso Memorándum los perjuicios que el ultraproteccionismo de las minas estaba suponiendo para los sectores más competitivos del país.
Los mineros y sus dirigentes patronales y sindicales defienden desde entonces la continuidad de las explotaciones por razones territoriales y sociales (sigue siendo, aunque ya muy disminuida, una actividad de difícil sustitución en las cuencas carboneras como generadora de empleo), pero también por criterios energéticos y económicos. Aseguran que España, y la propia Europa, carentes de otras fuentes autóctonas de energía —salvo las renovables—, no deben renunciar a este recurso fósil, cuyas minas, de cerrarse, sería prohibitivo rehabilitar si algún día fuese preciso reabrirlas.
Frente a esta tesis, muchos economistas aducen que el carbón es la energía más abundante del planeta y que el mineral está profusamente repartido por muchas áreas geográficas, por lo que ni tan siquiera cabe esperar —como ocurre con el petróleo— una espiral de precios aunque se produzcan situaciones de inestabilidad focalizadas en algunas relevantes áreas productoras. Argumentan además que no tiene sentido que países como España sostengan actividades en las que nunca serán capaces de competir en costes, abundancia y calidad. Ya hoy España es altamente importadora de carbón internacional: el país adquiere en el exterior entre 16 y 20 millones de toneladas anuales frente a una producción autóctona de unos 8,5 millones. Incluso Asturias, que fue la primera potencia carbonera española durante siglo y medio, disparó las compras internacionales a partir de 1968 y hoy la industria regional cubre con importaciones más del 70% del carbón que consume. Lo mismo ocurre en Europa, tras décadas de desmantelamiento: la UE produce aún 130 millones de toneladas, pero importa en torno a 160 millones.
La UE ha prohibido a partir de 2018 las ayudas a las minas no competitivas
Los empresarios españoles aseveran que, de los 5.000 millones de toneladas que se extraen en el mundo, el grueso se consume “in situ” y que solo quedan 600 millones disponibles para el comercio internacional. “Si suprimimos los 130 millones de toneladas que produce Europa, el precio subirá porque la demanda seguirá existiendo”, aseguran. Otros creen que los países productores tienen suficiente capacidad para suplir ese volumen sin un incremento significativo del precio internacional.
A su vez, los mineros replican a las críticas por su dependencia de los auxilios estatales contraatacando con las muy superiores primas que reciben las energías renovables y también otros sectores. Uno de los líderes mineros asturianos, José Ángel Fernández Villa, acaba de reprochar al ministro de Industria, José Manuel Soria, que cuestione las ayudas al carbón y no las que percibe el plátano de Canarias, su tierra natal.
Pero muchos economistas diferencian entre el impulso temporal para lanzar nuevas tecnologías para aprovechar fuentes de energía no contaminantes y con posibilidades de proyección en el exterior —como pusieron de manifiesto los elogios del presidente de EE UU, Barack Obama, a la alta competitividad española en el sector— y, a la inversa, el sostenimiento a perpetuidad de explotaciones mineras que siempre han precisado de ayudas para poder sobrevivir.
Empresas como la estatal Hunosa, que llegó a emplear en Asturias a 26.000 trabajadores y que ahora tiene unos 1.800 empleados, se pone siempre como ejemplo de irracionalidad económica, aunque haya cumplido y cumpla una relevante función social: jamás ha tenido beneficios y no ha salido de sus pérdidas perpetuas ni aun después de haber reducido su empleo y capacidad en casi el 94% desde los años 80.
Hace tres años, ya en plena crisis económica general, el presidente de la eléctrica Iberdrola, Ignacio Sánchez Galán, denunció que el carbón español estaba recibiendo una ayuda pública de 90 euros por tonelada, cuando en el mercado internacional el mineral cotizaba a 50 euros por tonelada.
Pero, a la inversa, empresarios y trabajadores del sector y los políticos locales de todos los partidos, unidos en la defensa del carbón, defienden el sostenimiento de una “reserva estratégica” de producción autóctona como garantía de suministro y como margen de “soberanía” energética nacional. Y argumentan que, como consecuencia de sus sucesivos planes de ajuste, el conjunto de las minas cada vez consumen menos recursos públicos. Aunque esto se refiere solo a las ayudas directas a la explotación. Porque no ocurre lo mismo con las medidas de acompañamiento y las prejubilaciones, que han ido acrecentándose a medida que el sector reducía su tamaño.