La fiscalía italiana halla indicios de operaciones ilegales en el banco vaticano
El Papa levanta el veto a que se investiguen las cuentas de la Iglesia
Por aquellas fechas, la atención mediática estaba centrada sobre la novela en tiempo real que se desarrollaba junto a la cúpula de San Pedro. El guion y el reparto lo merecían —un papa solo y enfermo traicionado por su ayuda de cámara, el fiel Paoletto, acusado y despuéscondenado por robar y difundir unas cartas que reflejaban las guerras de los hombres de Dios por el poder y el dinero—, así que el banquero defenestrado se fue en silencio a su casa y sus asuntos. “No cuento la verdad por no herir al Papa”, fue su único comentario. Pero, triste y asustado, decidió elaborar un informe repleto de datos —correos electrónicos, fotocopias de su agenda, apuntes a mano— en el que explicaba por qué había fracasado en su intento de adecentar el banco del Vaticano. El banquero sospechaba que detrás de algunas de las cuentas cifradas del banco se ocultaba el dinero sucio de empresarios, políticos y hasta de jefes de la Mafia. Gotti Tedeschi tenía pensado entregar el documento a su secretaria para que, en el caso de que fuese asesinado, se lo hiciera llegar a tres amigos: su abogado, un periodista y el mismísimo papa Ratzinger. Pero por esas casualidades que tan bien se trenzan en Italia, agentes de los Carabinieri aparecieron por el despacho y la casa de Gotti Tedeschi para hacer un registro sobre otro asunto y, ya que estaban allí, se llevaron 47 archivadores con documentación del Vaticano. El banquero, aliviado porque quien llamara a su puerta fuese la policía y no un sicario —“pensé que veníais a matarme”, llegó a decir a los agentes—, decidió colaborar con la fiscalía de Roma: “Todo comenzó cuando pedí información sobre las cuentas que no pertenecían a religiosos…”.
Las primeras confidencias de Gotti Tedeschi a los fiscales —que según es costumbre los periódicos italianos empezaron a difundir casi en tiempo real— provocaron una reacción furibunda del Vaticano, que por segunda vez en pocos días perdía el oremus y amenazaba con querellas a todo aquel —y metía en el saco a banqueros, fiscales y periodistas— que no respetase “las prerrogativas soberanas reconocidas a la Santa Sede por la normativa internacional”. Y aquí, por fin, está el quid de la cuestión. Aquella curia vaticana que había conseguido inmovilizar el tímido afán reformista del propio Ratzinger —“un pastor rodeado por lobos”, lo definió L’Osservatore romano— pretendía seguir gestionando sus asuntos con total opacidad. Los intentos de los policías y los magistrados italianos por intentar arrojar un poco de luz sobre las cuentas secretas del IOR se habían estrellado tradicionalmente con el no rotundo del Vaticano y su red de intereses, defendida a capa y espada por destacados representantes de organizaciones religiosas ultraconservadoras —Comunión y Liberación se lleva la palma— muy bien incrustadas en el Gobierno, sea del color que sea, y en los llamados “poderes fuertes”. De hecho, la desgracia de Gotti Tedeschi llegó cuando intentó que las finanzas vaticanas se adecuaran a los requisitos internacionales contra el lavado de dinero y la financiación del terrorismo, sobre todo después de que, en 2010, la fiscalía de Roma bloqueara 23 millones de euros por sospechas de blanqueo. Sus choques con el director general del IOR, Paolo Cipriani, se hicieron cada vez más frecuentes hasta que, por fin, el Vaticano tuvo que decidir si encender la luz o dejarla apagada. El comité de vigilancia del banco, manejado por Carl Anderson, líder de la poderosa sociedad de los Caballeros de Colón y exmiembro del Gobierno de Reagan, dejó fuera de la circulación a Gotti Tedeschi y apostó por Cipriani. El secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Tarcisio Bertone, estuvo de acuerdo y Joseph Ratzinger no movió un dedo a favor de su amigo.
La detención del mayordomo y el despido del banquero devolvieron la paz al Vaticano. Al otro lado del Tíber, aunque a trompicones, gobernaba el católico Mario Monti, así que todo volvía a la normalidad en las relaciones entre los dos Estados. Una normalidad que incluía escenas como la vivida en el aeropuerto romano de Ciampino el pasado mes de febrero. Un abogado llamado Michele Briamonte, investigado por asuntos relacionados con el IOR, y un sacerdote, Roberto Lucchini, asistente del secretario de Estado Tarcisio Bertone, aterrizaron a bordo de un jet privado y ya se dirigían a la salida cuando agentes de la Guardia de Finanzas —la policía fiscal italiana— les pidieron que abrieran sus maletines. Se negaron, hubo un tira y afloja, blandieron sus pasaportes diplomáticos —a los que luego se supo que no tenían derecho— y salieron del trance sin problemas. La normalidad también consistía en que un alto prelado de la Santa Sede, Nunzio Scarano, fuese conocido como monseñor 500 euros por su disponibilidad de billetes púrpuras. Nadie, al menos en público, se atrevía a poner el grito en el cielo porque, además de la cartera llena, dispusiera de pisos de 400 metros y varias cuentas corrientes sin que sus compañeros en el APSA (el organismo que gestiona buena parte de las propiedades inmobiliarias y de depósitos de capitales de la Santa Sede) se extrañaran. Simplemente porque la normalidad no extraña.
Sospechas fundadas
Hasta que, hace una semana, monseñor Scarano fuese detenido junto a un exagente de los servicios secretos y un intermediario financieroacusados de intentar transportar desde Suiza a Italia alrededor de 20 millones de euros. Y aquello sí sorprendió, pero no tanto por los delirios de riqueza de un sacerdote corrupto, sino por la actitud del papa Francisco. Al contrario que sus predecesores, Jorge Mario Bergoglio no miró para otro lado. La detención se produjo 48 horas después de la creación de una comisión de investigación sobre el IOR, y apenas un par de días antes de la destitución del ya mencionado Paolo Cipriani, el director general del banco, y de su segundo, Massimo Tulli. Pero si estos gestos inéditos en sí no bastaran —las operaciones de autolavado suelen olvidarse de llegar al fondo de la suciedad—, Francisco tampoco se movió para aliviar la situación de prisión de monseñor Nunzio, que a estas horas sigue encerrado en la prisión de Regina Coeli. Desde allí habrá sabido que la fiscalía de Roma acaba de terminar un informe de 25 páginas en las que confirma las sospechas de Gotti Tedeschi: “Existe la fuerte posibilidad de que el modo de operar del banco del Vaticano —que no realizó controles suficientes— permitiese que algunos utilizasen sus cuentas para operaciones ilegales”. La investigación exculpa a Gotti Tedeschi, pero sí acusa de la poca transparencia a Paolo Cipriani y a Massimo Tulli.
¿Qué ha cambiado para que el Vaticano y los fiscales italianos actúen casi al compás? Apenas nada. Que el nuevo Papa va diciendo en público que “San Pedro no tenía cuenta en el banco”, que “jamás vio un camión de mudanza detrás de un entierro” y que quiere “una Iglesia pobre y para los pobres”. La limpieza de las sentinas siempre es dura y peligrosa. Gotti Tedeschi vivió convencido de que lo iban a matar y cada vez son más las voces que, en privado, se muestran preocupadas por la seguridad del Papa. Jorge Mario Bergoglio dijo ayer que las estructuras de la Iglesia son viejas y hay que renovarlas: “No tengáis miedo”.
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