El museo Thyssen acoge la primera exposición consagrada al artista en España en 30 años
La muestra se centra en los paisajes y bodegones del impresionista
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¿Recuerdan Manhattan, la película? Aquella secuencia en la queWoody Allen tumbado en un sofá repasa dictáfono en mano las cosas que hacen que la vida merezca la pena… El Museo Thyssen acogerá desde la semana próxima algunas de esas “increíbles manzanas y peras de Cézanne”, incluidas junto a Potato head blues,de Louis Armstrong, o Marlon Brando en una lista que acaba en revelación: lo que realmente echa en falta el personaje de Allen es el “rostro de Tracy”, su novia, tan joven y tan madura. Al genio impresionista francés también se le extrañaba en Madrid; hace 30 años de la última exposición dedicada a su obra en la ciudad. Pero si entonces, 1984 en el Museo Español de Arte Contemporáneo, precursor del Reina, se presentó su legado con la ambición de la antológica, esta vez la propuesta del comisario, Guillermo Solana, director artístico de la fundación, es más reflexiva.
Dicho de otro modo: no esperen jugadores de cartas, arlequines, ni muchos retratos psicológicos de hombres barbudos y familiares y sí, en cambio, una interesante hipótesis sobre por qué en Paul Cézanne (1839-1906) el trabajo al aire libre y el de estudio son en realidad dos caras de la misma paleta. También, las razones por las que sus paisajes se comportan como naturalezas muertas y viceversa.
Solana parte, ya desde el título de la muestra, Site / non-site (hasta el 18 de mayo), de un análisis del creador deland art Robert Smithson, célebre por su Spiral jetty, monumental intervención en Utah: si el cubismo se apropió de Cézanne, a quien las enciclopedias colocan en la génesis de la vanguardia, no fue sino debido a un interesado malentendido. Smithson habla, con el asentimiento de Solana, de una “motivación del pintor por ir al sitio”, de salir del estudio y sentir el paisaje como algo físico, hasta el punto de fundir, una vez de vuelta a casa, el arte del bodegón con el de la pintura al aire libre. “Quisieron vendérnoslo como un artista cerebral cuando en el fondo se trataba de un convencido ecologista”, explica el comisario, que ha aplicado las enseñanzas de su sujeto expositivo: Solana viajó a la Provenza, donde Cézanne nació como el hijo de un sombrerero acomodado, y adonde Cézanne volvió cuando ya tuvo suficiente de París.
El comisario, émulo tanto de John Rewald, académico estadounidense que luchó a mitad del siglo pasado por la conservación del taller del genio, como de los esforzados fotógrafos de suvenires que encapsulan los paisajes de sus pinturas en conveniente formato de postal o taza, se trajo una serie de imágenes de los lugares en los que el pintor impetuoso forjó su leyenda de creador impaciente, tal y como la describió el marchante Ambroise Vollard. Muchas 58 pinturas expuestas están (o parecen estar) sin terminar, quién sabe si por pura inseguridad o por un plan maestro de modernidad, y casi todas lucen sin firma.
Una de ellas, el retrato de un campesino sin rostro definido,propiedad de la colección Thyssen-Bornemisza, da la bienvenida a la muestra y fija algunas de sus intenciones, explicadas con detenimiento en el catálogo, firmado por Solana. El hombre sin cara (¿quizá un autorretrato?) se coloca en la terraza del último estudio de Cézanne, en el filo que separa el interior del atelier del exterior, el laboratorio artístico de la vida real. A partir de ahí, el recorrido se mueve entre uno y otro espacio, dos estados mentales que confluyen al final en lo que Solana define como “el corazón de la exposición”, las dos últimas partes de las cinco en las que se divide esta: El fantasma de Sainte-Victoire y Juego de construcciones.
Antes, se propone al espectador quedarse por un momento en La curva del camino, sección que se detiene en la parte de la producción del pintor más relacionada con su condición de caminante (y aquí, Solana vuelve a coquetear con el land art, en este caso el de Richard Long, que elevó el paseo a la categoría artística). Una mirada furtiva a los bañistas, obsesión íntima de Cézanne, y a sus paisajes arbóreos, que, bien mirados, vienen a ser la misma cosa, funciona como una invitación para echar a andar por sus lugares biográficos: la casa campestre Jas de Bouffan, la ventana al golfo de Marsella desde L’Estaque, el mito de la montaña de Sainte-Victorie, cuyos pliegues se escarpan como los de los manteles que acompañan a los célebres bodegones de peras y manzanas, y el pueblo de Gardanne. El genio dotó a la localidad de una verticalidad irreal que acabaría siendo premonitoria: en las vistas llegadas desde el Metropolitan y el Museo de Brooklyn se puede fijar el nacimiento del cubismo, como vienen a demostrar las piezas de autores como Derain, Braque, Dufy y Lhote, que acompañan a estas y sirven de cierre al recorrido.
Para el conjunto, Solana ha contado con préstamos de 17 países, de Estados Unidos a Japón, de Alemania a Suiza. En la lista llama la atención, eso sí, una ausencia, la del Museo de Orsay de París. ¿Se debe esta a la asociación del centro parisiense con laFundación Mapfre, competidora del Thyssen últimamente por el trono del templo madrileño del impresionismo? “No. Pedimos tres obras en concreto, no nos valía cualquier cézanne, pero nos dijeron que las tenían comprometidas, es natural, explotan bastante su colección y esta muestra no se preparó con demasiado tiempo de antelación, solo año y medio”, explica el comisario antes de compartir su personal top five, por aquello de terminar como se ha empezado, con una lista: Ladera en Provenza (de la National Gallery), Curva en lo alto del Chemin des Lauves (Fundación Beyeler), la pareja formada por La montaña Sainte-Victoire y Naturaleza muerta con flores y frutas (llegadas de Cleveland y Berlín) y Casa en Provenza, obra maestra del museo de Indianápolis.
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