Algunos planteamientos preliminares
El siglo XIX trajo consigo la Segunda Revolución Industrial, y con ella la transformación del trabajo, que pasó de un régimen feudal a uno capitalista que derivaría en una lucha de clases y una reivindicación de derechos cuyo mayor logro fue la regulación de las jornadas laborales de 8 horas.
Pero de forma previa a su aplicación, la automatización de procesos productivos generó una serie de protestas que, desde el ludismo hasta las huelgas generales, buscaba garantizar que el trabajo fuera un derecho y no sólo una necesidad para sobrevivir.
Desde un enfoque más bien hedonista y como reacción al llamado “derecho al trabajo”, Paul Lafargue, yerno de Karl Marx, proclamaba el derecho a la pereza [1848] ante los riesgos de sobreproducción a los que llevaría la concepción capitalista del trabajo y el progreso infinito.
Más tarde, en la década de los 30, John Maynard Keynes anticipó que al ritmo de desarrollo tecnológico de entonces las jornadas laborales se verían reducidas a finales del siglo XX a 15 horas semanales. Tomando este planteamiento, el antropólogo David Graeber publicó hace un par de años un interesante artículo titulado “On the phenomenon of the bulshit jobs” (“Sobre el fenómeno de los trabajos basura”) preguntándose por qué, con los avances actuales, nos encontramos atados a trabajos que nos consumen, nos parecen innecesarios, y en muchos casos, nos son insignificantes.
En este artículo presentamos una serie de reflexiones en torno a las implicaciones del trabajo y las jornadas laborales, con la intención de dibujar algunos matices entre la macroeconomía de los estados globalizados y la microeconomía del tiempo y las emociones.
De la teoría a la práctica
Recientemente, la ciudad de Gotemburgo (Suecia) ha puesto en práctica un experimento: que la mitad de su población tenga una jornada laboral de 6 horas diarias (30 horas semanales) para medir los efectos objetivos en la productividad y en la economía, y los subjetivos en la vida cotidiana de la población.
No es una cosa fácil. Aumentarían los costos laborales al implicar la necesidad de emplear a más personas para mantener los niveles productivos, cosa que provocaría deslocalizaciones o huidas de capitales en busca de su reducción , debacle económica que ni siquiera países con la riqueza de Suecia podrían permitirse. El proceso es bastante lógico, como explican los economistas de la Universidad de Extremadura Pedro López Salazar y João B.M. Zabot:
“(…) uno de los procesos más recientes en la era de la globalización es la deslocalización de empresas, generalmente multinacionales, que trasladan sus centros de trabajo desde países desarrollados a países con menores costos de mano de obra, provocando en muchos casos un despido masivo de trabajadores”.
¿Pero qué tan cierto es este postulado cuando numerosos países como Francia (35 horas semanales), Dinamarca y Holanda (33 horas semanales) ya tienen jornadas reducidas, y otros gigantes como Corea del Sur la promueven de manera progresiva?
Si bien mantener los niveles salariales podría conllevar la devaluación de la moneda y una inflación galopante (a mayor capacidad adquisitiva, mayor demanda, y aumento de precios), también es cierto que una reducción de la jornada laboral podría reducir el desempleo estructural, aumentar los horarios comerciales y la capacidad de consumo, así como dar a la gente más tiempo para realizar otras actividades.
Para empezar, hay que tener presentes tres cosas: 1) que el paradigma económico del capitalismo liberal está basado en la maximización del beneficio y no en el bienestar de la población –es considerado un efecto directo de la ‘creación de riqueza’–, 2) que el esclavismo no es el sistema menos costoso de producción; su abolición fue una liberalización de mano de obra [esclava] en un momento de fragilidad demográfica y no una liberación altruista de los trabajadores: así el patrón quedaba liberado del coste de mantenimiento del trabajador reforzando el individualismo que caracteriza a las sociedades modernas, y 3), que una vez masificada la producción se necesita darle salida, por lo que conviene que la mano de obra tenga cierto nivel adquisitivo, como bien explicaba Eduardo Galeano en su obra “Las venas abiertas de América Latina”:
“A principios del siglo XIX Gran Bretaña se convirtió en la principal impulsora de la campaña antiesclavista. La industria inglesa ya necesitaba mercados internacionales con mayor poder adquisitivo, lo que obligaba a la propagación del régimen de salarios”.
De lo económico a lo psicológico
Poco a poco se empieza a asumir la realidad de que el trabajo como actividad económica posee una serie de efectos no económicos, y que por lo tanto no puede ser medido únicamente en clave económica. Si bien la demografía influye directamente en la fuerza de trabajo, otros factores como los sociales, psicológicos o los relativos a la salud, también deben ser tenidos en cuenta, precisamente porque influyen en la configuración geográfica y en la proyección demográfica.
En el contexto actual de reducción de derechos en los países desarrollados, escuchamos y vemos con mayor frecuencia discursos sobre decrecimiento y contra la manipulación del mercado laboral. También se imponen formas de organización que se alejan de las tradicionales estructuras piramidales, y políticas empresariales de vacaciones ilimitadas cuyos resultados mejoran al mismo tiempo la productividad empresarial, la comunicación interna y la vida personal de los empleados.
Además, cada individuo pertenece a múltiples grupos y tiene por tanto múltiples identidades sociales que pueden no ser compatibles entre sí (familiar, corporativa e ideológica, por ejemplo). Por ello, la reducción de jornada atajaría ciertos problemas psicológicos derivados de las jornadas de 8 horas o más, como son la vida familiar, o el estrés y sus consecuencias en la salud, no tanto por las horas trabajadas sino por las dificultades para compaginar la vida laboral con cualquier otra actividad.
Como consecuencia de esto el conflicto vida – trabajo es planteado por los psicólogos australianos Erich Fein y Natalie Skinner como “el mecanismo clave a través del cual el trabajo puede derivar en problemas de salud”, amenazando el bienestar subjetivo, e insinuándonos la peligrosa medición de la vida según los tiempos laborales, como plantea la película “In Time”.
¿Y qué pasa con las personas?
“Técnicamente, sería muy fácil reducir la jornada de los trabajadores de castas inferiores a tres o cuatro horas. Pero ¿serían más felices así? No, no lo serían. El experimento se llevó a cabo hace más de siglo y medio. En toda Irlanda se implantó la jornada de cuatro horas. ¿Cuál fue el resultado? Inquietud y un gran aumento en el consumo de soma; nada más”.
Aldous Huxley “Un mundo feliz”.
Se dice que el tiempo es oro, y que la taberna es la iglesia del obrero. También Napoleón decía que cuanto más trabajasen sus pueblos, menos vicios habría. Son muchas las referencias literarias a la incapacidad humana de gestionar “adecuadamente” el tiempo libre sin caer en prácticas nocivas para el conjunto de la sociedad. También es cierto que se trata de un recurrente argumento con el que legitimar las jerarquías habituales.
Y sin embargo, Isaac Asimov es quien con mayor clarividencia lo supo plantear, al predecir en 1964 que en 2014 que todos estaríamos yendo al psiquiatra, aunque no sea precisamente por los excesos y la vagancia.
Es más, en su célebre estudio sobre los bosquimanos !Kung, el antropólogo Richard B. Lee muestra como en una tribu seminómada del desierto del Kalahari se consigue satisfacer todas las necesidades del grupo trabajando sólo lo necesario, que es una media de 3 horas por día, que rara vez puede llegar a las 6 horas, y que incluye la reproducción de la mano de obra del futuro (cuidado y alimentación de los niños), caza y recolección de alimentos.
Por supuesto, su forma de vida ha sufrido transformaciones desde la realización del estudio [1965], su nomadismo ha disminuido y su supervivencia es cada vez más dependiente de la economía de mercado.
Bajo el lema “cada cual según su capacidad; a cada cual según su necesidad”, las experiencias comunitaristas también se desmarcan del mantra ortodoxo de que el aumento de la productividad es la única forma de crear riqueza, y defienden la calidad de vida por encima de la opulencia material, hasta el punto de protagonizar un fenómeno en auge de migración hacia afuera de las ciudades.
En el otro extremo, los casos de Chile y México, dos países con jornada laboral de 9 horas diarias, muestran los efectos socioeconómicos que tiene una jornada extensa: mayor polarización económica y estratificación social, mayor dependencia del cuidado externalizado de niños y ancianos, y del servicio doméstico.
También parece probado que la productividad de las personas disminuye en proporción inversa a la duración de la jornada laboral, por la reducción de la concentración y la motivación, por lo que cualquier responsabilidad posterior se antoja como una pesada carga al alcance de gente valiente y sacrificada.
Y si a todo esto se añaden los roles de género, las desigualdades que podemos constatar a diario, y los mandatos culturales que se difunde a través de los medios de comunicación, podemos hacernos una idea de la complejidad que rodea este asunto y de la necesidad de volver a poner a las personas por delante de las cosas que ellas mismas han creado.
A saber, que si algo tienen en común el látigo y el abuso de drogas, es el trabajo. Y que la automatización de los procesos productivos nos sitúa en clara desventaja ante las máquinas, principalmente porque estas no se quejan.
http://www.unitedexplanations.org/
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