LA CUARTA PÁGINA
Un país desarrollado como España no debe permitirse el nivel actual de desigualdad de ingresos y sus consecuencias. Es urgente una reforma del programa de rentas mínimas y de los servicios sociales
España había conocido desde mediados de los años setenta un largo periodo de reducción de la desigualdad de rentas, un proceso que, aunque frenado durante el último ciclo de crecimiento económico, nos permitió situarnos en posiciones cercanas al promedio de los países de la OCDE. La Gran Recesión ha cambiado el signo de esa evolución y España se ha convertido en uno de los países desarrollados donde más está creciendo la desigualdad de rentas.
No es tan extraño si se tiene en cuenta la magnitud de la pérdida de empleo y el modo en que esa pérdida ha afectado a los hogares con rentas más bajas. La cifra de hogares en los que todos sus activos están en paro se acerca ahora a los dos millones, cuando era de 380.000 a finales de 2007. Y los hogares sin ningún perceptor de ingresos eran 170.000 y son ahora 769.000. Ya en 2010, los hogares que estaban en el decil más bajo del nivel de renta venían perdiendo desde 2007 un promedio anual de un 14% de su renta disponible, cuando la pérdida promedio del conjunto de los hogares era del 3%.
La evolución de la desigualdad de rentas, en todo caso, tiene causas de largo recorrido y combatirla eficazmente tomará un tiempo, cuando menos el necesario para una fuerte y prolongada recuperación del empleo. Pero la pobreza es mucho más acuciante; sobre todo la pobreza severa, que puede ocasionar carencias de bienes materiales y de inclusión social irreversibles. Y la pobreza severa se puede y se debe combatir a más corto plazo.
El indicador de pobreza severa puede servir como referencia de las situaciones de necesidad que merecen una protección prioritaria y urgente. Incluso con un umbral de pobreza severa muy bajo, el 30% de la mediana —que se situaría en 657 euros mensuales para un hogar compuesto por dos adultos y dos menores—, el porcentaje de población española en esa situación alcanza un 8%, lo que equivale a una cifra cercana a cuatro millones de personas: un país del nivel de desarrollo de España no debe permitírselo.
La crisis económica ha sometido a todo el sistema español de protección social a un durísimo test, especialmente para las partes que sirven de última malla de seguridad: el sistema de garantía de ingresos mínimos, en particular, y los servicios sociales públicos, en su conjunto. Su función más específica es prevenir que una situación prolongada de crisis económica no derive, como efectivamente está ocurriendo, en una situación de emergencia social.
El programa de rentas mínimas viene siendo desplegado por las comunidades autónomas desde principios de los años noventa. Los esfuerzos de este programa se han duplicado con creces durante la crisis, pero manteniéndose en cifras modestas: 217.358 perceptores; 3.236 euros de cantidad anual media por perceptor y un gasto anual total de 855 millones (datos referidos a 2012). Su balance puede simplificarse en dos notas. Por un lado, tiene un efecto positivo en la reducción de la pobreza severa. Por otro lado, y aunque con notables singularidades en alguna comunidad autónoma, es muy limitado en cobertura de la población necesitada y claramente insuficiente en intensidad protectora, siendo también débil en mecanismos de activación para el empleo de los beneficiarios potencialmente activos.
La necesidad de una reforma de tal programa viene siendo argumentada por expertos y por entidades de acción social. El Círculo Cívico de Opinión ha hecho suyas algunas de las propuestas formuladas en ese sentido a sabiendas de que la reforma sólo sería viable con una implicación muy directa de la Administración General del Estado. Hay varias opciones para ello, pero todas requieren el diálogo con las comunidades autónomas y un adecuado encaje constitucional. Una de esas opciones consistiría en establecer un programa básico estatal de renta mínima de inserción, garantizada como derecho, en el que se integraran, además de las rentas mínimas de las comunidades autónomas, la renta activa de inserción y el Programa de Recuperación Profesional (PREPARA), gestionados por la Administración central. Podría estudiarse también, como incentivo para el empleo, hasta qué límite los perceptores pueden hacer compatible esta ayuda con ingresos por trabajo.
En el campo de los servicios sociales, la acción combinada de Administraciones autonómicas (que tienen esta competencia) y locales, junto a los planes concertados con la Administración central, han conseguido un éxito estimable en el acopio de recursos y la difusión del modelo de atención primaria y de servicios sociales básicos. Sin embargo, no se ha logrado cubrir toda la demanda, ni siquiera la correspondiente a la población en riesgo mayor de exclusión, dejando un amplio campo de acción a las entidades voluntarias. Por ejemplo, Cáritas ha informado de que el número de personas atendidas en sus servicios se multiplicó por tres entre 2007 y 2012, y que un 67% de las personas que acceden a sus servicios han acudido antes a los servicios sociales públicos.
La crisis ha hecho aún más visibles algunas de las escaseces del sistema público de servicios sociales. El fuerte incremento de la demanda y las reducciones presupuestarias en la materia —muy extendidas y apenas bien cuantificadas— han ocasionado una cuantiosa deriva de demandas hacia los servicios privados y un endurecimiento de los requisitos de acceso a los públicos. Con todo, los problemas de los servicios sociales no son sólo de escasez de recursos para enfrentar consecuencias de la crisis. Otro de los más importantes es que el sistema, por su propio diseño institucional, supone fuertes desigualdades territoriales en los elencos de prestaciones y los regímenes de acceso. Eso hace que las diferencias de gasto en algunas prestaciones puedan oscilar por comunidades autónomas entre uno y cinco, diferencias no atribuibles a distintos niveles de la demanda o de riqueza entre los territorios.
La mejora de los servicios sociales exige, pues, iniciativas que incrementen la aportación financiera de la Administración General del Estado, así como una regulación clara de sus funciones y de las condiciones de acceso, que aseguren la igualdad en este ámbito, siempre dentro de las opciones que permita el marco constitucional. Su objetivo principal ha de ser garantizar paulatinamente el acceso igualitario, en el plano territorial, a catálogos nacionales de prestaciones para algunas situaciones graves de necesidad social.
La brecha entre la demanda de servicios sociales y la capacidad de respuesta de la oferta de servicios públicos ha permitido que los agentes del sector no lucrativo hayan desempeñado una labor muy estimable, sobre todo en el nivel de los servicios especializados. Una buena parte de sus actividades ha sido objeto de ayuda pública, por medio de subvenciones y de gestión pública indirecta. La subvención debe entenderse como un medio de ayuda y fomento para la acción privada, pero no una alternativa a la acción pública obligatoria.
La etapa que ha vivido y aún está viviendo la sociedad española puede dejar un deterioro irremediable en las oportunidades de vida de los más vulnerables y, con ello, una pérdida de cohesión social de efectos imprevisibles. Comienza a dejarse atrás la crisis, pero sus efectos más duros todavía no son del todo perceptibles. La proporción de parados sin prestaciones por desempleo sigue aumentando y las Administraciones agotan los recursos destinados a los programas de ingresos mínimos y a los servicios sociales.
España ha realizado, y tendrá que seguir realizando, un importante programa de reformas para el crecimiento económico y la regeneración política. La legitimidad de esas reformas necesita la compañía de un compromiso efectivo de no dejar de lado a quienes están en las posiciones sociales más precarias. Urge, por ello, comprometer una mejora efectiva del sistema de garantía de mínimos y de la red pública de servicios sociales. Completar esa mejora tomará tiempo y recursos. Aplazarla hará que el daño social de la crisis resulte menos soportable y, aún peor, se haga más irreversible.
Rodolfo Gutiérrez es catedrático de Sociología de la Universidad de Oviedo y socio fundador del Círculo Cívico de Opinión.
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